Para Luis el tiempo de la siesta en la finca que la familia tenía en la sierra madrileña le resultaba insufrible. Los primos dormitaban en las hamacas del frondoso jardín al compás de la suave brisa que movía las ramas de los árboles centenarios que ocultaban los rayos de sol e invitaban al sueño. Era el único momento del día en el que reposaban una vez que la doncella había retirado el servicio de comedor. La piscina era grande y solitaria pero no podía zambullirse en ella porque tenía que respetar las tres horas de la digestión. A Luis le gustaba estar en continuo movimiento ideando juegos y aventuras, al tener la libertad que no tenía en la ciudad. Para él era el sitio ideal. De vez en cuando, la doncella le daba conversación al verle andar de un lado a otro sin rumbo.
—Luis —le llamaba la tía Rosa—. ¿Por qué no te duermes con los primos y descansas?
—Tía, es que no me duermo y no me gusta estar tumbado —le rezongaba.
La familia era una de las más influyentes de la zona y el verano lo pasaban allí. Era una finca muy grande con mucho terrero y un jardín espléndido. Era la joya de la casa. Los jardineros lo cuidaban con mimo, eligiendo las semillas necesarias para que, en cada estación del año, lucieran bonitas plantas. Arbustos podados adecuadamente dando un efecto elegante. El camino que iba desde la casa al jardín estaba rodeado de flores y al pasar se percibían los olores de la dama de noche o de las rosas mezcladas con las dalias, dependiendo de la temporada.
A Luis le gustaba estar allí para jugar con sus primos en el monte, hacer rutas de senderismo o paseos en bicicleta. Al anochecer se iban a pescar, aunque casi nunca tenían suerte. Pero cuando pescaban truchas, carpas o barbos llegaban a casa celebrándolo por todo lo alto. En esa casa se sentía libre.
Una de las tardes de siesta en las que Luis paseaba sin rumbo se fijó en Rusky, el perro, de raza pastor alemán, que cuidaba la finca. Vio cómo salía por un hueco oculto detrás de la casa del servicio, alejándose en dirección a la montaña. Se fue detrás de él sin que el perro le pudiera ver. Le siguió hasta que, en un risco del monte, le perdió de vista regresando a la casa. Pensó: «ya tengo algo con lo que distraerme mientras los demás hacen la siesta».
A la misma hora del día siguiente, Luis, ya estaba escondido detrás de un arbusto para ver si el perro volvía a salir de la finca. Así fue. El perro salió por el hueco y se dirigió de nuevo hacia la montaña. En esta ocasión, Luis tomó más precauciones y consiguió seguirlo adentrándose, detrás de él, en el bosque, pero también lo perdió. Así ocurrió varios días más hasta que una tarde ya cansado de seguirlo y perderlo, se quedó descansando sobre una roca. Allí estuvo un buen rato disfrutando del impresionante paisaje rodeado de acebos y abedules, escuchando el agua de una cascada próxima, cuando vio, a lo lejos, pasar a Rusky.
Al fondo de la zona donde se encontraba había una especie de cueva en la que el perro se adentró. Luis se escondió detrás de uno de los árboles y pudo ver, en la entrada, a una perra recién parida con varios cachorros a su lado. Se quedó estupefacto. No obstante, su curiosidad le hizo adentrarse un poco más y vio claramente que era una loba dando de mamar a sus cachorros. Eran tres perritos recién nacidos. Los tonos de su pelo iban del gris oscuro al casi blanco. Escondido, observó como Rusky y la loba se marcharon dejando allí a los tres cachorros. Luis estaba emocionado al verlos tan solos e indefensos, decidiendo, en ese mismo momento, coger a los tres y llevarlos a la finca.
La vuelta fue rápida, con los tres entre sus brazos, mirando por todos los lados para no cruzarse con Rusky y la loba. Cuando llegó, fatigado, a casa y se dirigía a la zona del garaje, la tía Rosa, sorprendida, le preguntó: —Luis, ¿pero qué traes, y esos cachorros de dónde han salido?
—Tía, estaban solos en una cueva y me ha dado mucha pena —contestó justificándose.
—Coge la caja grande que hay en el trastero y la manta de cubrir el coche —añadió la tía. Raudo, Luis cogió la caja, se dispuso a meterlos en ella y se fue a buscar leche para alimentarlos. Caía la tarde cuando vio llegar a Rusky. Se le veía nervioso. Con su inteligencia envidiable sabía que algo poco habitual estaba sucediendo. No paró de recorrer los alrededores de la casa y olisquear por toda la zona.
La llegada de los cachorros a la finca fue todo un acontecimiento. La tía cedió a la sorpresa y facilitó lo necesario para que estuvieran bien, con la condición de que no podían estar allí más tiempo del necesario. Los primos no cesaban de cogerlos y estar a su lado. Se turnaban unos con otros para no dejarlos solos. Cuando el sueño les iba venciendo y se dirigían a sus habitaciones, comenzaron a escuchar, en los alrededores de la finca, ladridos y aullidos de perros y lobos. Esa noche nadie pudo dormir en la casa.
A la mañana siguiente, la tía Rosa le dijo a Luis que los cachorros no podían seguir allí y que él era el responsable de ponerlos en lugar seguro. Luis tenía claro que se iba a quedar con uno de los tres. Eligió al más oscuro, el que tenía el pelo casi negro y el que le cautivó con su intensa mirada. El capataz que ayudaba en la faena de la finca quiso quedarse con los otros dos.
Ese día, Luis, sí supo qué hacer después de comer. Se marchó a Madrid con el perro lobo. Al llegar a su casa, sus padres y sus hermanos, que ya conocían la noticia, le recibieron con toda la alegría y el cariño, deseando tenerle y cuidarle. No tuvieron ninguna duda para ponerle nombre. Su aspecto de pelaje corto y rasgos lobunos, eran evidentes. Todos coincidieron en que le llamarían «Lobo».
Cuando Luis llevó a Lobo al veterinario para hacer el correspondiente reconocimiento, el doctor al abrirle la boca para examinarle el paladar, comprobó que lo tenía absolutamente negro. Le informó a Luis de que el comportamiento de este tipo de animales puede ser muy primitivo recordando al de los lobos. No obstante, le dijo que al poder tener socialización y adiestramiento en edad temprana su adaptación sería muy buena.
Así sucedió. Aunque, en un principio, era desconfiado ante los extraños, sin embargo, una vez que los conocía, resultó ser una excelente compañía. Lobo fue el compañero ideal de juegos de Luis y de todos sus hermanos, demostrando una gran inteligencia y una energía desbordante. Con los años esa energía se fue transformando en tranquilidad. Le gustaba pasar muchas horas tumbado al lado de cualquier miembro de la familia que estaba cerca. Comenzaron a salirle canas en su pelaje y cada vez se fue volviendo más dependiente, necesitando más tiempo por parte de todos.
Con una fidelidad intacta hacia la familia, vivió hasta los 17 años sin complicaciones de salud, amado y querido por todos.









