Iba a sentarse en la roca para descansar después de la caminata cuando, Rogelio, ve algo en el suelo que le llama la atención. Semienterrado, entre los matorrales, sobresale algo metálico de color gris. Con la ayuda de su «garrota», como él llama al bastón de madera en el que se apoya para sortear los riscos, escarba entre la maleza aflorando una esfera de hierro con varios agujeros.
A sus 84 años, a Rogelio le gusta caminar por el campo cuando está en el pueblo. Disfruta observando el horizonte hasta donde alcanza su mirada, percibir los aromas vegetales, conectar con sus raíces, a pesar de que los recuerdos que le vienen de su infancia y juventud son amargos. Nunca regresó al pueblo para quedarse; ahora es su hija quien le lleva y aprovecha esos paseos para respirar el aire puro de la comarca que es lo único que echa de menos cuando está en la ciudad. Allí, donde vive la mayor parte del año, está rodeado de humo, ruido y coches. Se fue del pueblo buscando un futuro mejor y en la ciudad encontró trabajo, se enamoró, se casó y tuvo dos hijos. Nunca, a su familia, inculcó el arraigo al pueblo. Sin embargo, su hija es una enamorada del medio rural y piensa en la posibilidad de convertir la casa en un hotel turístico.
Esta mañana, nada más levantarse, Rogelio, abre la ventana de su habitación, respira intensamente y disfruta del aire frío hinchando sus pulmones. Ha salido un día lleno de luz y el sol está ya en el horizonte. Se viste lo más rápido que puede y antes de salir de casa, prepara su pequeña mochila, «que no se me olvide el teléfono porque sino mi hija me regaña», piensa para sus adentros, mete la botella de agua, coge del perchero de la entrada la gorra que le acompaña desde que empezó a perder el pelo y su necesaria «garrota» para empezar la caminata del día.
Hoy, ha decidido subir hasta el pico de la Peña. Su cima es uno de los mejores miradores desde donde se puede contemplar toda la llanura de alrededor. En su ladera abundan roquedales y matorrales bajos de montaña y a Rogelio le gusta contemplar ese paisaje, respirar hondamente «guardando todo el aire que pueda»; así lo cuenta después a sus amigos cuando vuelve a la ciudad.
En un primer momento, la curiosidad le lleva a querer coger la esfera para examinarla de cerca. Pero, observándola detenidamente, se da cuenta de que podría ser una carcasa de proyectil de la Guerra Civil, de las muchas que han encontrado por la región. Es difícil creer que en estos lugares donde ahora se respira tranquilidad, hace ochenta años estallasen bombas y hubiera una guerra.
En ese momento, su memoria empieza a deambular por los recuerdos y le lleva a un tiempo ya lejano pero no por ello menos presente en su vida.
En cuestión de segundos aflora en su mente la cara de su padre siempre con un gesto de desconfianza atravesado por el miedo que en aquel tiempo era prioritario para sobrevivir y del que solo escapaba cuando se sentía en un ambiente seguro.
La cara de Rogelio, en ese momento, acusa la tristeza del recuerdo de su niñez en la fría casa donde vivió con sus padres y sus hermanos, la misma a la que ahora viene con su hija. Llega a percibir en su cuerpo la humedad de la madera de las ventanas por donde se asomaba queriendo escapar de tanta desolación, la impotencia de su madre ante la despensa vacía, haciendo filigranas con la comida para ahuyentar el hambre de la posguerra, la frialdad de las habitaciones porque solo había un brasero para calentar toda la casa. Y sobre todo, recuerda el silencio, ese pesado silencio que siempre hubo en la familia y que solo llegó a entender cuando, ya mayor, se dio cuenta de que era una coraza para sobrevivir.
Sacude la cabeza para ahuyentar esos tristes recuerdos determinando que es mejor no tocar el artefacto y llamar a la Guardia Civil. La Guardia Civil… al pensar en ella, recuerda, con una mezcla de pena y rabia, aquella mañana de Diciembre en la que vinieron buscando a su padre.
Amaneció un día frío y desapacible. Recuerda como estando sentado a la mesa con su madre y sus hermanos delante de un escaso tazón de leche, oyó golpear la puerta de la entrada, gritando «Aquí, la Guardia Civil». Entraron preguntando por su padre, mirando a un lado y a otro, pasando directamente a las habitaciones apartando todo lo que hallaban a su paso. Al no encontrar al padre, oyó como hablaban con su madre en un tono amenazante. Sus recuerdos están tan presentes que se estremece pensando en lo que fue la vida de su padre durante los años de la dictadura. Un relato de fugitivo en noches de nieve, huidas por calles desiertas por el toque de queda; calles por las que ahora transita Rogelio y que un día fueron testigos del terror. La figura de su madre también está muy presente en él. La recuerda en una vida silenciada por el miedo tejiendo una red de olvido para sobrevivir.
De nuevo, sacude la cabeza volviendo al presente, saca de su mochila el teléfono móvil para llamar al puesto de la Guardia Civil y explicar donde se encuentra y lo que ha descubierto.
En poco más de media hora, se presenta un coche patrulla de la Benemérita con cuatro guardias civiles dentro. Examinan el lugar y el artefacto comprobando que, efectivamente, se trata de una carcasa de proyectil que, aunque parezca vieja o inservible, puede activarse con el movimiento. Lo primero que hacen es acordonar la zona e inmediatamente después se ponen en contacto con el cuartelillo dando la información necesaria para que avisen al Grupo Especialista y procedan a su desactivación.
Rogelio se queda en un lado observando todo el movimiento que ha generado su descubrimiento. Después de hablar con los guardias civiles que le explican los numerosos artefactos que encuentran caminantes como él por la zona, se pone la mochila a la espalda, coge su «garrota» y emprende el camino de vuelta pensando que, de una manera u otra, el pasado siempre vuelve.